En el día de la música un homenaje a a la música y a las Cecilias
Un CUENTO DE DANIEL
INSUA
Me habían dejado abandonada. No daba crédito. Con lo que yo
quería a Pablito y a su familia....
Fui adoptada en una pequeña tienda de objetos usados próxima a la Catedral de
Santiago de Compostela un cuatro de octubre de 2005.
Perdonad, me había olvidado de presentarme. Mi nombre es Cecilia y soy una
mandolina napolitana. Lo cierto era que desde hacía meses estaba totalmente
convencida de lo que, por desgracia, me iba a deparar el destino. Pablito
no me prestaba ninguna atención. Solo hacía sonar mis cuerdas los miércoles,
que era el día en el que, metida en un pequeño estuche de lona de cuadros rojos
y negros(que por cierto me espantaba), me llevaba con él al colegio, para
sacarme a las doce y media de la mañana en lo que allí llamaban actividades
extraescolares-música. Era horrible ver como los niños utilizaban sus recién
comprados instrumentos musicales para hacer ruido, pelearse y jugar a todo
menos a hacer música. Incluso en una ocasión me usaron como “espada espacial”.
A raíz de aquel desagradable y macabro juego, tengo una pequeña marca en la
caja de resonancia. El fuerte golpe contra el arco del violín de Jacobín, un
pequeño diablillo de tercero B, me dolió como si me azotaran con un látigo.
Sonó un espantoso Clak. O más bien cataclak. En fin, prefiero no recordarlo. El
único que mimaba su instrumento, un laudín siempre impecable, era Bernadito. A
pesar de tener las manos dañadas por una extraña enfermedad de la piel, tocaba
como los ángeles. Me agradaba escuchar los sones cubanos que su padre, abogado
de profesión y músico de corazón, como así solía decir, le enseñaba, y que él
ejecutaba con maestría, absolutamente concentrado mientras su cara adoptaba
simpáticos gestos. Como os iba diciendo, salía de mi estuche tan solo un día a
la semana. El resto del tiempo me dejaban tirado en un baúl de la habitación de
Pablito, rodeado de ositos de peluches,soldados, Spidermans y demás héroes de
la galaxia. ¡Dios mío!, no sé como en aquel momento podía quejarme. Al fin y al
cabo estaba calentita, y dentro de lo que cabe, bien cuidada....... La mañana
de mi salida de la casa de Pablito se presentaba oscuro, triste. Parecía que el
día quisiese llorar y no se atreviese. Sara, la madre de Pablo, se empeñó en
hacer una “profunda limpieza de la casa”.He de confesar que nunca me cayó muy
simpática. Me llamaba “guitarrita”. Nunca logré entender como para aquella
señora todos los instrumentos musicales eran “guitarritas” - ¡!!!En esta casa
no hay más que trastos!!!, -dijo con voz enérgica. La verdad es que no tuve
ningún miedo. Yo no era un trasto, era la creación de un luthier, de un
artesano, de un hombre con manos de oro que había dedicado largas jornadas de
trabajo y cariño para que mi aspecto y mi sonoridad me convirtieran una
mandolina mágica. Por eso mi sorpresa fue mayúscula cuando Sara me depositó,
tal vez por error o tal vez no, al lado de aquel contenedor verde de
basura.Hacía mucho frío. Decenas de perros hicieron pis contra mi funda aquel
día. Estaba empezando a humedecerme y sabía que si alguien no me rescataba
antes de las 10:00 de la noche, acabaría trágicamente triturada en un camión de
basura. Entonces fue cuando llegaste tú. Acababas de cumplir nueve años. Se me
saltan las lágrimas al rememorarlo. -¡!Ito!!, como así le llamabas a tu abuelo,
mira que hay aquí.!!.- -Tonino, deja eso. No seas cochino!!-. -Te tengo dicho
que no se tocan las cosas que hay en la basura.- Seguiste caminando pero con la
cabeza girada hacia mí. Eras un chico muy obediente, si bien aquel día, por
fortuna para mí, desobedeciste las órdenes de tu abuelo. Al llegar a casa solo
pensabas qué se escondería detrás de aquellos cuadros. Ya por entonces soñabas
con ser un gran músico. En ocasiones cuando hacías los deberes cogías el lápiz,
y tras cerrar los ojos, te trasladabas con la imaginación a un lujoso teatro
lleno de gente distinguida, donde, elegantemente vestido, dirigías con maestría
a una gran orquesta. En tus pensamientos siempre sonaba aquella obra que tu
papá escuchaba a todo volumen y que a ti te encantaba: el concierto para
mandolina de Antonio Vivaldi. Un joven y virtuoso mandolinista interpretaba el
tema de una forma casi sobrehumana, siguiendo con su mirada tus acertados
gestos. Era increíble. .......... Por eso regresaste a buscarme. Amabas la
música. -¡¡Cuidado, esa cosa roja es mía!!,- le dijiste con voz autoritaria al
basurero. El corazón se te transformó en un gran instrumento de percusión. Sus
rápidos latidos acompasados denotaban la emoción que estabas viviendo. Corriste
a casa como nunca lo habías hecho. Me llevaste a tu habitación y temeroso de no
encontrar nada especial dentro de aquella tela, esperaste unos minutos antes de
decidirte a abrirla. Finalmente lo hiciste. ¡!!Guau!!!.Eso fue lo que dijiste.
Después de dejarme en tu cama, encima de un edredón decorado con una hermosa
clave de Sol en color verde oliva, permaneciste en silencio largos minutos
mirándome. Parecía como si tus ojos quisiesen decirme descansa amiga, ya estás
a salvo. No te preocupes, yo te cuidaré. Entonces supe que jamás me separaría
de ti. Después deslizaste tus deditos con extrema delicadeza por las cuatro
cuerdas dobles, y luego por el diapasón, el puente y la cóncava caja de
resonancia. Nadie en mis casi doscientos años de vida me había tratado con
tanto mimo. Me limpiaste con uno de tus calcetines de lana recién lavados. Ya
estaba lista. Ya estaba guapa otra vez. En tu rostro se reflejaba lo que en mi
vida he visto más parecido a eso que los humanos llaman felicidad. Muchos años
han pasado desde entonces, y hoy, compañero, vuelvo a recordar con especial
cariño nuestra historia, precisamente el día de tu primer gran concierto como
mandolinista, donde tocarás, como no puede ser de otra forma, nuestra obra, el
concierto para mandolina de D. Antonio.
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