Balneario Bahía Crest. Autor: Jorgelina Etze

Cada año, cuatro o cinco de nosotros nos tomábamos unos días. Armábamos las mochilas y salíamos a la aventura. Nada especial ni arriesgado: sólo nos escapábamos de la civilización, buscábamos algún páramo alejado, y allí levantábamos campamento.
En una camioneta, una estanciera destruida que teníamos pensado jubilar ese mismo año, nos pusimos en marcha. Como siempre, la Patagonia nos esperaba.
De tanto en tanto parábamos para cargar nafta, ir al baño o comprar alguna cosa.
En una estación de servicio cercana a Viedma, mientras Pato limpiaba el parabrisas de la camioneta y el Tano le pagaba al pibe que nos había atendido, una mujer se acercó y, ofreciéndonos un mate, nos invitó a la conversación. Nos habló de generalidades, del tiempo. Noté en su mirada un brillo distinto cuando preguntó:
—¿Son de la Capital?
—Sí. Estamos huyendo del ruido…
—Hacen bien. Yo misma me escapé de eso hace ya muchos años. ¿Y para dónde van?
—No estamos muy seguros —dije cuando agarraba el mate—. Aún no decidimos.
—No logramos ponernos de acuerdo —comentó Fede—, así que escuchamos propuestas.
—¿Conocen el “Balneario Bahía Crest”?
—Si está en el país, no lo conozco —soltó el Tano—. Y salvo que esté cerca, no me interesa.
—Tienen que ir —nos recomendó la mujer—. Si lo que quieren es paz y tranquilidad, no encontrarán lugar mejor. Está a unos sesenta kilómetros por la ruta de ripio.
Sin pensarlo mucho salimos disparados hacia aquel lugar. Total, si no nos gustaba, siempre nos podíamos ir.
Al llegar nos encontramos con playas vírgenes, infinitas, bañadas por un mar puro y azul, frente a una pared de médanos que ocultaban áridos campos.
Compramos provisiones en el único comercio del pueblo, un almacén de ramos generales que olía a queso rancio y a siesta.
Un hombre viejo con los dientes verdes teñidos de mate, nos atendió con hospitalidad tímida y campechana.
—¿Van a acampar?
—Nos gustaría —dijo Fede.
—¿Saben dónde?
—La verdad es que no. ¿Hay algún camping por acá?
—¿Campig ? —el viejo se rió, burlón—. Acá no hay campig. Pueden elegir cualquier lugar que les guste. Ahí nomás está la playa, pueden armar la carpa entre los médanos. Si necesitan agua, vengan a buscarla…
Además de las provisiones, compramos la propuesta del viejo. La idea de acampar entre los médanos era tentadora.
Y así fue que invadimos la playa. Por un día fuimos emperadores de la arena y señores de las aguas. No podíamos explicarnos cómo era posible que, con tantos viajes a la Patagonia, nunca hubiésemos oído hablar de ese sitio. Tampoco entendíamos por qué no conocíamos a nadie que hubiera visitado semejante paraíso. Nos sentíamos afortunados de haberlo encontrado y agradecidos con la mujer.
La noche cayó a traición mientras aún disfrutábamos del agua, y nos obligó a volver para empezar con los rituales nocturnos de todo campamento.
Demolidos de cansancio nos dormimos temprano.
Evidentemente mis amigos estaban agotados porque ninguno reaccionó cuando la carpa empezó a moverse. Fueron mis gritos de alarma los que los despertaron.
—¿Qué mierda pasa? —preguntó Fede.
No me sentí capaz de responder: tenía miedo y la certeza de que nuestros atacantes no eran animales.
No sé si alguno de mis amigos respondió. En ese momento el cierre de la carpa fue abierto desde afuera, y cinco tipos cuyos rostros no pude ver nos sacaron a patadas.
Afuera, desde cada rincón de aquella silenciosa confusión que era la playa, decenas de personas vestidas con túnicas rojas y pertrechadas con velas y antorchas se acercaban a nosotros formando un semicírculo. En segundos, mis amigos y yo nos vimos atrapados entre la gente y el mar. No había modo de escapar.
De pronto el cielo nocturno rebozó de luces. Eran blancas y se movían en una extraña danza. No entendí de qué se trataba, sólo sé que no quería dejar de mirarlas. Me causaron un efecto hipnótico, porque ni siquiera atiné a correr o a gritar. Sólo me quedé allí contemplándolas. Una especie de hechizo se había apoderado de mí infundiéndome si no calma, al menos mansedumbre.
Esos individuos vestidos de rojo apretaron el círculo. Luego se arrodillaron sobre la arena y levantaron las miradas hacia el océano. Nuestros captores vigilaban el mar, y de sus labios un canto mágico y monótono a la vez surgió como una oscura plegaria.
Al ver el terror que se apoderó de esas personas, un instinto de supervivencia me obligó a volver el rostro.
Lo que vi congeló mi alma, embrujó mis sentidos.
A primera vista creí que eran humanos , pero cuando las luces que giraban sobre nosotros los iluminaron, pude ver a Centenares de espeluznantes seres que emergían de las aguas. Estaban formados de bruma. Densa, espesa. Sospeché que letal.
Al llegar a la orilla comenzaron a alinearse, la mayoría de ellos no abandonaron el agua. Sólo una figura avanzó hacia nosotros.
Cuando pisó la playa, la bruma se hizo carne. De inmediato reconocí en ella a la mujer que horas antes habíamos encontrado en la estación de servicio.
Se acercó a mí y, con su mano femenina que se parecía demasiado a la garra de un reptil, aferró mi garganta obligándome a retroceder, sometiendo mi voluntad y aniquilando mis defensas.
Su fuerza era brutal, y en su mirada se revelaba una fiera enfurecida y hambrienta.
En ese momento la bruma se apoderó de la playa y de cuanto había en ella.
Mi boca, abierta en un grito ahogado, fue la puerta de entrada para que la niebla usurpara mi cuerpo, recorriese mi sangre y asediara mi mente.
No recuerdo qué pasó después. Sólo sé que hace años mis amigos y yo nos instalamos en “Balneario Bahía Crest”. No son muchos los que nos visitan, pero los que vienen, siempre se terminan quedando…
¿Que cómo es que llegan? Eso es sencillo: cada tanto voy a Viedma, y con un mate invito a los viajeros a conocer mi hermoso pueblo.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Buen relato entre realismmo mágico y ciencia ficción. Muy original.