"Las Uvas de Severino Roldan" un cuento de JORGELINA ETZE

A Roldán le costó reconocer a quien se acercaba hasta su casa. Lo vio aparecer entre la polvareda rojiza que el viento levantaba en el camino: bajo el tórrido sol y luciendo como un espejismo, con el nudo de la corbata flojo, las mangas de su camisa arremangadas y el saco al hombro, el abogado no se parecía en nada a sí mismo.
—¿Cómo le va, Roldán? —dijo al llegar junto a la casa.
—Extrañado de verlo por acá. —Roldán gozaba al verlo así, fatigado. Por eso no lo invitó a pasar a la casa. Ni siquiera le ofreció un vaso de agua.
—Es que si Mahoma no viene a la montaña… —El hombre se secó el sudor de la frente con la manga de su camisa.
—Déjese de estupideces. ¿A qué vino?
—La última vez no quedamos en buenos términos, pero usted sigue siendo mi cliente y…
—Vaya al grano.
—Vine a cuidar sus intereses, y también los míos. Usted es mi mejor cliente, no voy a dejar que cometa semejante error.
—El error fue contratarlo a usted. ¡Sugerirme que le regale mi mercadería a los que me roban!
El letrado miró hacia la plantación y se espantó una mosca que zumbaba frente a su nariz.
—Roldán —continuó—, el rumor de las plantas envenenadas le va a ocasionar más perjuicios que otra cosa. Algunos de sus clientes podrían asustarse y dejar de comprar. También podrían caer inspecciones y…
—¿Y a usted quién le dijo que sólo es un rumor?
—¡Vamos! Es imposible que usted haya hecho algo así.
—Si yo se lo explico, usted no lo va a entender. —Roldán levantó los hombros, como quitándole importancia al hecho de que entendiera o no—. Este pueblo tiene sus modos, tradiciones que personas como usted no entenderían.
—Explíqueme.
—No. Sólo digamos que las plantas no están envenenadas en el sentido estricto de la palabra. Pero quien las robe sufrirá las consecuencias.
—No lo entiendo —el abogado sacudió la cabeza—. Mejor dicho, entiendo para qué hizo circular el rumor, pero no entiendo lo que me quiere decir.
—No importa —Roldán sonrió intrigante—. Si alguien se atreve a robarme, usted entenderá.
Y alguien se atrevió.
II
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Matías Blanco y otros chicos del pueblo susurraban agazapados junto al alambrado.
—Ya les dije que no pasa nada —Matías hablaba con firmeza—. Quiero un racimo de uvas, y me las voy a comer, y si este viejo no me las regala, entonces se las voy a robar como hice siempre.
—¡Pero, nene, están envenenadas!
—¡Qué envenenadas ni qué mierda!
Matías se escurrió entre los alambres y se acercó a una de las vides más cercanas al perímetro.
En la noche clara, el rocío brillaba sobre las uvas y les daba un aspecto vítreo.
Matías se tomó el tiempo necesario eligiendo el mejor racimo, el más suculento y apetitoso.
—¡Envenenadas! —susurró, como restándole importancia al rumor.
Al encontrar el racimo que buscaba, lo cortó de la planta.
Sintió la suavidad de la fruta entre sus dedos y percibió su aroma dulce y sutil: no pudo resistirse a probar. La uva le explotó dentro de la boca, y su delicioso jugo se deslizó por su garganta. No esperó a terminar de saborearla.
Inmediatamente se comió otra.
Pero esta vez no le supo igual. Nunca se enteró a qué le supo: antes de que su mente pudiera reconocer ese extraño sabor, Matías había caído muerto.
III
La muerte de Matías Blanco dividió al pueblo. Un bando sostenía que el muchacho había muerto envenado, apoyándose en el rumor que había corrido y en el testimonio de los chicos que fueron con él a robar las uvas.
Otros, la minoría, acordaban con el médico: el chico había muerto por una reacción alérgica. “Anafiláctica”, había dicho el doctor:
—Las numerosas picaduras en sus manos no me dejan dudas. Mientras arrancaba las uvas, fue atacado por algún insecto. Y fue esto y no la fruta lo que acabó con la vida de Matías Blanco.
El resultado de la autopsia lo confirmó.
Y así, a pesar de lo que la mayoría creía, se declaró que la muerte del chico no había sido causada por la fruta de Severino Roldán, quien quedó libre de culpa y cargo.
Además, era imposible envenenar la fruta.
—Una vez cosechada, vaya y pase —dijo el juez—. ¿Pero envenenar la planta para que produzca fruta repleta de una ponzoña tan poderosa capaz de matar al instante? No, eso no es posible.
Luego de la muerte de Matías, algo se disparó en la finca.
Al principio fue imperceptible. Sólo Severino con su ojo clínico pudo reconocer los primeros síntomas.
Algunas plantas comenzaron a perder fuerza. Las hojas se pusieron amarillas y se cayeron.
Los insectos, sin prisa pero sin pausa, arremetieron contra los árboles y arruinaron parte de la cosecha.
Un problema aquí, otro allá: Roldán sabía que las cosas no iban bien.
Después todo empeoró.
IV
El invierno llegó con abundantes heladas, pero los cítricos crecieron sin sabor. Ese año las naranjas no fueron dulces. Caían de los árboles secas como los pechos de una anciana y agrias como la leche cortada.
Los manzanos se abicharon, los duraznos no nacieron y las frutillas crecieron demasiado ácidas.
Lo peor, las uvas. Aquellas magníficas uvas que habían sido siempre valiosas cápsulas de néctar y ambrosía, se fueron poniendo negras, se arrugaron como pasas y se cargaron de una tinta negra y viscosa, tan nauseabunda como el jugo infecto de una herida purulenta. Los racimos se habían llenado de arañas, y las uvas alojaban sus huevos.
Severino no entendía. ¿Por qué esa tierra generosa que sólo había producido dulces manjares, ahora lo castigaba con esto? Él no había hecho nada malo… ¿O sí? En el fondo de su mezquino corazón, Roldán guardaba esa respuesta pero no se enfrentaría a ella. Además él conocía su tierra mejor que nadie, y podría hacerla producir otra vez.
El clima benévolo, con suficientes lluvias y el sol adecuado, no podía ser el problema.
Severino prestó más atención al riego. Personalmente tocaba la tierra de todas sus plantas para indicarles a sus trabajadores la cantidad justa de agua que cada frutal requería. Recorría los pasillos de la plantación mirando con ojo experto cada planta, buscando señales de enfermedad para actuar a tiempo.
—Falta abono en los manzanos.
—El agua de las peras no es suficiente.
—Protejan las frutillas.
—Fumiguen los cítricos.
Y así seguía todos los días, ordenando a sus trabajadores una lista interminable de tareas y cuidados.
—¡La finca está en terapia intensiva! —gritaba—. Y si se muere, ¡ustedes se quedan sin trabajo!
No podía enfrentarse a la verdad que lo atormentaba: él sabía que todo era su culpa.
Fertilizaron la tierra con productos químicos y orgánicos, con sangre y con sudor, pero no había caso: la tierra se moría.
Los árboles, que hasta entonces habían sido frondosos, se retorcían en ramas resecas. Se retorcían como animales rabiosos, como viejos resentidos. Se retorcían como vampiros a los que sorprendió el sol.
La tierra, que siempre había sido negra y suelta, se convirtió en un manto amarillento y agrietado. Duro como el asfalto y tan estéril como él.
Entonces Severino Roldán supo que le quedaba por hacer sólo una cosa.
V
Al amanecer, ensilló y, al trote, se alejó de su tierra en dirección al monte.
Sabía que sería como la última vez: el chamán lo esperaría en la espesura.
Avanzó con su caballo por el sendero. El sol ya ardía alto, pero apenas algunos rayos lograban atravesar el techo de árboles.
El bosque acechaba silencioso. No se oían ni las aves ni los insectos. Era como si el mundo contuviera el aliento, aguardando un desenlace profundamente temido. El sonido de los cascos de su caballo contra el suelo aumentaba esa sensación.
Al rato de andar, Roldán percibió el aroma de una fogata.
Sí. Era humo, pero en ese fuego ardía algo más.
—Incienso, mirra, palo santo… —susurró—. Estoy cerca.
Guió a su caballo en la dirección de la que provenía el humo.
En un claro lo divisó. En cuclillas, junto al fuego, lo esperaba el chamán. Con una vara removía las brasas.
—Roldán —saludó de espaldas—. Pensé que vendría antes.
Severino no respondió. Se limitó a acercarse a la fogata y a mirarla fijamente.
—Supongo que viene porque su tierra se muere, ¿no es cierto?
—No sé qué pasa.
El chamán seguía agachado, pero levantó la cabeza para observar a Roldán:
—¿No lo sabe?
—Tiene que ver con lo de antes, ¿no? —Severino mantenía los ojos clavados en las brasas.
—Tiene que ver.
La cautela se elevó entre ellos, paréntesis necesario para que cada uno pensara a solas.
—Cuando vine la otra vez, le pedí que protegiera mi plantación de esos bandidos.
—Lo hice.
—¿Qué fue lo que hizo? ¡Estoy perdiendo mi tierra!
—Lo que me pidió: un conjuro de protección, tal como quedamos. Lo de las arañas fue un buen toque. Así, parece que eso mató al chico.
—¡Pero mi tierra se está muriendo! ¡Tiene que ayudarme!
El chamán se levantó y se acercó más al fuego. De su bolsillo sacó sal gruesa y la arrojó a las llamas. Pequeñas explosiones llenaron el silencio.
—No puedo.
—¡Cómo que no puede!
—Yo hice el conjuro, sólo eso. Pero el castigo que me pidió fue desproporcionado para el crimen. La tierra mató a un joven, y sufre por lo que ha hecho. Se está castigando y, a través de ella, lo está castigando a usted.
—¡Pero eso es injusto! ¿Cómo lo revertimos?
—Con un sacrificio…
Roldán se rió, sobrador.
—¿Qué quiere? ¿Qué mate a un cordero?
—No, eso no sirve. No sé qué tiene que hacer. La tierra se cobrará esa muerte, pero no sé a qué precio.
—Ayúdeme —suplicó Roldán.
—No sé cómo.
VI
A partir de entonces, todo fue de mal en peor. Lo único que seguía vivo en esa tierra maldita eran las vides. Pero estaban infestadas de arañas que crecían dentro de esas inmundas uvas negras, las mismas que habían acabado con la vida de Matías Blanco.
No había sentido en mantener a los trabajadores: no había tierra que trabajar. Roldán los despidió y, a regañadientes, pagó las indemnizaciones.
Hacía meses que la tierra no producía, pero Severino se había confiado en que la situación se revertiría. Con préstamos bancarios compró provisiones a crédito. Se fue endeudando más y más.
Y así, la gruesa fortuna que había logrado acumular, finalmente desapareció.
Para terminar de cancelar sus deudas no le quedó más alternativa que vender sus vehículos y toda la maquinaria agrícola, y ni aun así fue suficiente.
Lo único que le quedaba era la tierra: una tierra seca que ya no valía nada.
Los pequeños chacareros, que nunca habían logrado despegar del piso aplastados bajo el pie de Roldán, finalmente progresaron y, gracias a ellos, el pueblo no se vio afectado por la pérdida de la finca.
El abogado también lo abandonó. Roldán ya no le podía pagar. Ya no era su mejor cliente.
Junto con su fortuna, Roldán perdió su poder. Y el pueblo, que le había obedecido por miedo, finalmente le dio la espalda.
Y así fue que Severino Roldán se convirtió en un desterrado en su tierra.
Nadie le ofreció ayuda ni se acercó a socorrerlo.
No tenía dinero, así que no podía comprar nada, ni siquiera comida. Como su tierra no servía, sembrar era impensable. Su pozo se había secado, y la alacena hacía mucho tiempo que sólo guardaba telas de araña.
La única alternativa para comer era robar, pero no caería en esa trampa. Le pasaría lo mismo que le había pasado al chico Blanco.
Roldán perdía el juicio, obsesionado con la idea de que en su tierra algo crecería. Su tierra lo iba a perdonar.
Pero los días pasaban, y la tierra seguía muerta.
Lentamente, Roldán se fue consumiendo hasta transformarse en un anciano débil y acabado.
Poco a poco fue perdiendo la noción de lo que era real y de lo que no. Confundía el presente con el pasado y, durante largos períodos de tiempo, se quedaba contemplando la majestuosa finca que ya no crecía allí.
Y así fue que una tarde, perforado de hambre y enloquecido de sed, añorando lo que una vez había sido pero sin una pizca de remordimiento por lo que había hecho, creyó ver una vid. Una maravillosa vid sana y cargada de aquellas magníficas uvas rosadas. Y sin pensarlo ni una vez, tan rápido como pudo, fue junto a aquella planta.
Se le hacía agua la boca de sólo recordar el sabor de la fruta, y se regocijaba pensando en que recuperaría su tierra. Y cuando él fuera poderoso otra vez, todos los que ahora lo habían abandonado lo pagarían.
Y arrancó un racimo. No sintió las picaduras. Tampoco pudo identificar el sabor de aquellas uvas. Antes de que su mente lo reconociera, su cabeza golpeó contra la tierra dura. De su mano sin vida cayó un racimo de uvas negras y, en el mismo instante en que tocaron el suelo, justo antes de que Roldán cerrara los ojos para siempre, vio cómo un brote tierno surgía de la tierra.
Jorgelina Etze (abogada y asesora en seguros) vive en Burzaco, provincia de Buenos Aires. Desde 2006 asiste al taller “Corte y Corrección”, dirigido por Marcelo Di Marco, y en los últimos años ha participado en distintos concursos con bastante éxito: obtuvo el 2º Premio en el Concurso Literario organizado por AAPAS en el año 2009 con el cuento “El Pago“, fue finalista por el voto del público en el 7º Certamen de Narrativa Breve organizado por Canal Literatura con el cuento “Mensajes“, también resultó finalista en el Concurso organizado por la Editorial Ruinas Circulares 2009 con su cuento “Epílogo y prólogo de una noche de insomnio” y en el organizado por Editorial Nuevo Ser 2010 con el cuento “Epidemia“. Mientras espera la publicación en papel de varios de sus relatos, parte de su obra puede encontrarse en distintos sitios y blogs.
Podemos disfrutar aquí de su primera intervención en Axxón, y estamos seguros de que no será la última.

Este cuento se vincula temáticamente con SEMILLAS, de Melanie Taylor Herrera; EL MISTERIO DEL CAMPO DE SOJA, de Alfredo Martin;LOS OJOS GRISES, de José Fernández del Vallado y LA GEMA AMARILLA, de Carl Stanley.

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