LA NOCHE SE INVENTO PARA DORMIR - Un cuento de Jorgelina Etze

No lograba pegar un ojo. Llegaba la noche, el cansancio lo vencía. Aprovechaba ese envión de sueño y se acostaba. Se le caían los párpados, entraba en un estado de sopor y, cuando estaba a punto de dormirse… ¡paf!: se despabilaba.
Y así transcurrían largas vigilias de deambular por la casa, en silencio, para no despertar a su mujer.
A veces salía a vagabundear. La noche encerraba su encanto, pero la habían inventado para dormir, y él, dormir, no podía. Lo extraño era que, al día siguiente, su cuerpo no mostraba ningún signo de haber pasado la noche en vela. Sufría de insomnio, pero no de sus consecuencias. No tenía ojeras, ni andaba como un zombi de aquí para allá. No, señor: él gozaba de un insomnio inofensivo. Sí, lo gozaba. Como no lo complicaba en su vida diurna, no le dio importancia y comenzó a disfrutarlo.
Aprovechar esas horas nocturnas se convirtió en su obsesión. ¡Quién necesitaba dormir cuando a esa hora podían hacerse tantas cosas!
Lo alegraba pasear, deambular en la oscuridad y observar el mundo desde ese lugar privilegiado de los gatos o los vampiros.


Una noche de diciembre, como todas las noches, se acostó. Luego de entrar en ese estado de sopor, se despabiló justo antes de dormirse. Dio vueltas intentando quedarse en la cama. Hacía mucho calor, y el aire acondicionado creaba un microclima agradable en el cuarto; pero, a pesar de eso, él tuvo que levantarse.
Miró a su esposa, que dormía del otro lado de la cama. Por un momento deseó quedarse con ella o, mejor dicho, la deseó a ella; pero recordó que odiaba que la despertasen.
Se puso algo de ropa y salió.
Caminó un par de cuadras saboreando el aire fragante, repleto de jazmín y tilo, de las noches de diciembre. El canto de los grillos y de las ranas era poderoso, hipnótico; y las luciérnagas se confundían con las lucecitas blancas que, por las fiestas, adornaban todas las ventanas.
A mitad de cuadra bajó a la calle, y, sin quererlo, metió un pie en el agua.
Lo distrajo el reflejo de la luna moviéndose en el charco, alejando del centro decenas de líneas plateadas. No vio al colectivo doblar en la esquina.
Sólo atinó a protegerse la cara con los brazos.


Yacía inerte en la mesa de autopsias.
El forense estaba sorprendido: todo en aquel cadáver indicaba que ese hombre había muerto embestido por un vehículo. Por eso no daba crédito a los dichos de la viuda, que juraba haberse despertado al oírlo gritar en la cama junto a ella y que sostenía que lo último que él hizo antes de morir fue cruzar sus brazos frente a la cara.

Jorgelina Etze

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Guauuuuuuuuuuuuuuu!!!!!!!